Por un europeísmo crítico (y constructivo)

Avatar Agustín José Menéndez
Europa Central _blank 05 de Abril del 2023

La tesis central de mi breve presentación será la afirmación de que es urgente desarrollar un pensamiento europeísta crítico (y constructivo), que nos permita superar el europeísmo naïve que ha dominado en la discusión pública española y, al mismo tiempo, nos evite caer en la forma por excelencia de los euroescepticismos excluyentes, que culpan a un genérico y mutante “otro” del deterioro de nuestros niveles de bienestar, alternativamente en tanto que nacionales (cuando el otro es el europeo del sur o el europeo del este) o en tanto que europeos (cuando el otro es el no-europeo, el extracomunitario). En particular, sostendré que el europeísmo crítico debe apoyarse en un diagnóstico realista de la situación en la que se encuentra la Unión Europea. O lo que es lo mismo, en el reconocimiento de que nos encontramos en un momento de crisis existencial del proyecto de integración europea, hecha aún más profunda por el covid 19 y la agudización del conflicto en Ucrania, pero cuyas causas últimas hay que buscarlas en (1) la transformación de la Unión Europea desde finales de los años 70 a imagen y semejanza del proyecto neo-ordo-liberal y (2) en el giro atlanticista ya evidente desde mediados de los años ochenta, y radicalizado desde la segunda guerra del golfo en 1991. Esa crisis existencial tiene varias manifestaciones, pero es crucial la pérdida de legitimidad y apoyo ciudadano, que si no es más agudo no se debe a la adhesión a las políticas actuales desplegadas por la Unión, sino por la creencia, que se mantiene por el momento, en la necesidad y conveniencia de la integración europea o el temor (razonable) a las consecuencias que tendría la desintegración de las instituciones existentes. El diagnóstico realista a su vez debe servir de acicate para articular un programa de transformación realista, en un doble sentido. Primero porque distinga claramente lo que cabe y es urgente hacer “a Tratados constantes” y los cambios que requieren o bien una reforma de los Tratados o bien una ruptura con los mismos. Segundo porque se oriente a recrear el espacio político en el que sea posible decidir democráticamente acerca del modelo social y económico nacional y europeo, y de los términos en los que la Unión Europea y los Estados Miembros se relacionarán con los restantes actores de la comunidad internacional.

Sobre el europeísmo naïve

Durante nuestro proceso de transición política, la perspectiva de la adhesión a las Comunidades Europeas se convirtió en un fin fundamental de todos los proyectos y visiones políticas, en tanto que uno de los objetivos capaces de suscitar un amplio consenso y vertebrar una identidad política común. Sin embargo, el conocimiento sobre las instituciones y políticas europeas ha sido (y sigue siendo) muy limitado y superficial. Y no solo entre el público general, sino, también, entre las élites culturales y políticas. Ello explica en buena medida porque nuestro debate público ha estado dominado por un europeísmo naif que toma como artículo de fe el viejo cliché orteguiano según el cual España sería el problema y Europa la solución. A resultas de ello, se han confundido deseos con realidades, y no se ha desarrollado un debate ciudadano serio y profundo, con base empírica, sobre la Unión Europea. Solo la profundidad de la crisis de los ‘10 y su resolución austeritaria terminó por alterar los términos de la discusión pública. Creo que es urgente que nos desembaracemos del europeísmo naif, sin por ello caer en el aislacionismo melancólico o en un supuesto soberanismo tan irrealista como ingenuo que se ofrece como falsa alternativa. Es urgente y necesario construir un europeísmo al mismo tiempo crítico y constructivo, capaz de volver a transformar a la Unión Europea en una fuerza que pueda apoyar, sin ambigüedades ni contradicciones, el proyecto constitucional y político del Estado Democrático y Social de Derecho.

Sobre la ambivalencia de la Unión Europea

El proyecto de integración europea está marcado por la ambivalencia desde sus inicios. Desde una perspectiva política y socioeconómica, hay una Europa querida por los resistentes al fascismo y al nazismo, y que se presenta como concreción institucional de las luchas por la solidaridad internacional de las fuerzas progresistas. Esa idea de Europa ha contribuido a transformar la realidad, y en concreto hizo y ha hecho más fácil que los Estados europeos rediman su promesa de ser Estados Democráticos y Sociales de Derecho. Es la Europa protectora del Estado de bienestar. Pero siempre ha habido otra Europa, una Europa que ha animado aquellas políticas y decisiones que achican el espacio de la política democrática y que, en nombre de la libre circulación de capitales, de una competencia que se proclama “libre” y de una moneda que se pretende “fuerte”, obliga a sacrificar cualquier principio o valor que se interponga en el camino de la propiedad privada entendida como derecho ilimitado y del mercado como orden cuasi divino. Es la Europa que actúa como “vínculo externo” al proceso democrático. Es la Europa, permítaseme el término horrible pero preciso, neo-ordo-liberal. Desde una perspectiva geoestratégica, desde la perspectiva propia de las relaciones internacionales, hay también, como mínimo, dos Europas. Una Europa que articula la integración europea en clave atlanticista, que facilita que el continente, primero en su parte occidental, y luego en su conjunto, sea una parte (subordinada) de un orden internacional dominado por Estados Unidos, que se caracterizan a sí mismos como potencia hegemónica, y que se comportan en tantas ocasiones como potencia imperial. Esta Europa atlanticista ha sido constantemente querida por un sector importante y determinante de Estados Unidos, de forma especialmente intensa en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra inmediata, durante la Guerra Fría, y dándola por descontada, durante la década de dominio unipolar de Estados Unidos. Pero hay otra Europa, la Europa tercera potencia o tercera fuerza, que aprendiendo de los errores flagrantes del imperialismo y del colonialismo europeos, aspira no solo a su independencia geopolítica y geoestratégica, sino también a transformar el orden internacional, logrando la paz a través de un derecho internacional divorciado de sus connotaciones eurocéntricas, y por tanto imperialistas. A ese impulso corresponde en buena medida el edificio original de las Comunidades Europeas, queridas por Estados Unidos como instrumento de la propia hegemonía, pero construidas por los europeos como medio con el que recuperar cotas de autonomía política y geopolítica. Es en esta clave, sin nostalgias indebidas y sin distorsiones infundadas, que debe entenderse, por ejemplo, la acción europea de Charles de Gaulle en los años sesenta, o de Willy Brandt y Edward Heath en los primeros años setenta. La ambivalencia del proceso de integración europea ha sido constante, pero el equilibrio de fuerzas y la hegemonía ideológica han variado con el paso del tiempo. Si durante treinta años la Europa protectora del Estado Democrático y Social y la Europa tercera fuerza prevalecieron sobre la Europa vínculo externo y la Europa atlanticista, en las últimas tres décadas, la relación de fuerzas ha sido la inversa. Culminando en la Europa de la austeridad durante la gran recesión y en la Europa incapaz de articular sus propios intereses de forma coherente y efectiva.

Diagnóstico I: El verdadero déficit democrático de la Unión Europea

Un lugar común recurrente en el discurso europeísta naïve concierne al déficit democrático de la Unión Europea. Se argumenta, sin reparar en los posibles problemas de coherencia de lo que se avanza, tanto que es erróneo aplicar a la Unión Europea, que no es un estado, los estándares de legitimación democrática de los estados (y se concluye que no hay en realidad un déficit democrático en Europa) como que siendo así que existen problemas de legitimación democrática de la Unión Europea, los mismos se resolverían fácilmente asignando nuevos poderes al Parlamento Europeo, convirtiendo a este último en un verdadero parlamento. Basta echar un vistazo a los programas políticos de los principales partidos europeos para observar la proliferación de este tipo de argumentos, que son parte de una narrativa general en la que se afirma que la Unión Europea, de comunidad esencialmente integrada en términos económicos (de mercado y de moneda), estaría en vías de convertirse en un animal político. La politización y democratización de Europa serían los objetivos propios de los federalistas europeos (que se confunden de este modo con centralizadores, pese a las exigencias normativas del principio federal). Frente a este discurso, el europeísmo crítico debe insistir en que no solo la Unión Europea tiene fuertes déficits democráticos (lo que explica la creciente desafección y resistencia a las políticas que efectivamente aplica la Unión Europea) sino que estos son estructurales, y no pueden resolverse mediante una mera reasignación de poderes entre instituciones europeas que serían inefectivos por no responder a las causas profundas del problema. La democracia europea está lastrada, en primer lugar, por la asignación de un valor cuasi-constitucional a las principales normas que componen no solo el Tratado de Unión Europea, sino también el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Mientras las constituciones nacionales afirman la indivisibilidad de los derechos civiles, políticos y sociales, lo que deja una amplia latitud al legislador ordinario, los Tratados, tal y como han sido interpretados por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, erigen a las libertades económicas, la competencia “libre” y la moneda “fuerte” en los criterios finales de validez de todas las normas democráticamente elaboradas, tanto a nivel supranacional como nacional. El resultado es una intensa limitación no solo del ámbito de decisión democrática de los estados, sino también del de la propia Unión En segundo lugar, la división de trabajo entre procedimientos legislativos (principalmente entre el “ordinario” en el que co-deciden Parlamento Europeo y los distintos Consejos de Ministros y el “extraordinario” por la decisión unánime de los Consejos de Ministros) da lugar a un ulterior sesgo a favor de la propiedad privada y de la libertad empresarial. Ello es así porque es más probable que se aprueben medidas que amplíen las libertades económicas (generalmente sujetas al procedimiento legislativo ordinario, en el que solo se exige que concurra una “mayoría cualificada” en el Consejo) a que se favorezcan medidas que redefinan el modelo socio-económico en favor de objetivos sociales. Así en los casos de la coordinación o armonización tributaria, las decisiones sobre el gasto público de la Unión o las atinentes a la representación colectiva de los trabajadores, incluida la cogestión, solo puede decidirse si hay unanimidad en el seno del Consejo (el procedimiento es aún más oneroso en el caso de los marcos presupuestarios plurianuales y de los ingresos de la Unión), de modo que todos los estados tienen un derecho de veto. A resultas de ello, no es infrecuente que cuestiones que en los procesos nacionales se entiende deben ser decididas simultáneamente se fragmenten en el proceso europeo de toma de decisiones. Así, hemos tenido libre circulación de capitales sin apenas armonización fiscal, y a resultas de ello, una grave erosión del poder efectivo de hacer pagar impuestos a las rentas del capital. Se hace preciso revisar de forma sistemática los Tratados, y considerar en qué casos es necesario alterar el procedimiento de toma de decisiones europeo.

Diagnóstico II: Qué hacer, Spinelli

Hay muchas cosas que pueden hacerse dentro de los Tratados existentes, apoyándose en las normas y estructuras que responden a la lógica de Europa como protectora del Estado democrático y social de derecho y, aún en mayor medida, de la Europa tercera fuerza. A Tratados constantes pueden, por tanto, hacerse muchas cosas. Pero también es necesario ser conscientes de los límites de tal ejercicio. Aunque la Unión Europea está demostrando ciertamente una capacidad de resistencia a la crisis mayor de la que cabría esperar, los daños estructurales y los parches coyunturales sucesivos en el edificio europeo hacen necesarias y urgentes reformas estructurales. Persistir en la búsqueda de soluciones puntuales con las que ganar tiempo pondría en riesgo no solo el proceso de integración sino la vida democrática en Europa. Por ello dilucidamos se hace necesario no solo determinar qué cambios estructurales sea necesario proponer activamente en un eventual proceso de reforma de los Tratados. Solo en esa clave cobran sentido las reformas puntuales que se propongan. El europeísmo crítico tiene que tener como objetivo principal reabrir espacios para la política democrática, lo que requiere tanto terminar con la sobreconstitucionalización del derecho europeo como reafirmar la independencia geopolítica y geoestratégica de Europa. En lo socio-económico, es perfectamente posible, a Tratados constantes, hacer dos cosas. La primera, descartar que vuelva a colocarse en los mercados la deuda pública que el Sistema Europeo de Bancos Centrales ha adquirido durante la última década (el llamado monetary tightening), preferiblemente mediante la conversión de esa deuda en deuda perpetua. En segundo lugar, superar la forma de entender la independencia del Sistema Europeo de Bancos Centrales mediante el desarrollo de un Reglamento que facilite una mayor participación de las instituciones representativas en el diseño y la implementación de la política monetaria. En tal sentido, el futuro Parlamento de la Eurozona debe adquirir un papel fundamental. Pero un cambio decisivo requiere una reforma de los Tratados, reforma en la que debe superarse el mito de la “independencia” del Banco Central Europeo (en contradicción con su función de prestamista de último recurso de estados e instituciones financieras), mediante una reforma del Artículo 130 TFEU, estableciendo a un mismo tiempo un marco que asegure la autonomía del mismo, y que la coherencia entre la política monetaria y fiscal sea el resultado de un proceso democrático en el que intervengan las instituciones representativas, supranacionales y nacionales, de modo que se asegure la legitimidad y la transparencia del conjunto de la política económica. De igual modo, la prohibición de mutualizar la deuda (125.1 TFUE) y de adquisición de deuda por parte del BCE (123.1 TFUE) deben ser eliminadas. En su lugar, se indicará el procedimiento que deberán seguir Consejo de Ministros y Parlamento Europeo para determinar los términos y condiciones bajo los que ambas serán posibles. En lo geoestratégico, es necesario romper con la asunción de que existe una identidad entre los principios y los intereses de la política internacional de Estados Unidos y los de la Unión Europea, como sostienen los atlanticistas.





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